Revista El Sabado - El Mercurio.

Nunca habían visto a una monja caminando por la calle. Las que conocían, estaban dentro de los conventos. En la primera misa oficiada por el obispo, las escondieron detrás del altar para darles la comunión porque usaban sombreros a la francesa y no mantillas a la española. Casi un siglo después, en las calles de Santiago costaba creer que hubiera unas monjas− esta vez norteamericanas − que manejaran una vieja camioneta verde y que enseñaran a sus alumnas a leer a Shakespeare con la misma naturalidad que a montar los musicales más taquilleros de Broadway. Como si fueran poco, no formaban mujeres sólo para la economía doméstica, sino para el mundo. Su modernidad causó entonces curiosidad y admiración.
En una fría mañana de Nueva Inglaterra, en una universidad que se supone llena de enredaderas que se niegan a florecer, abro mi correo electrónico donde se acumulan alrededor 60 o 70 mensajes que decían Good Bye, VMA. No era una cadena, era toda la clase del 71 manifestando una desolación personal, intima, de una identidad − otra de tantas− que el tiempo se llevaba. Entre nosotras, que no necesitamos contarnos ningún cuento porque nos conocimos chicas, se compartía la admiración por esa educación recibida que nadie sabe definir muy bien, pero que se reconoce tan bien. Eso se repitió en cada generación de este colegio emblemático.
El Villa María , junto con el Saint George’s, representa la primera introducción del catolicismo norteamericano en el siglo XX chileno. La influencia de Estados Unidos había avanzado lentamente entre nosotros, primero en inversiones mineras, luego en la música, los autos, algo de la moda y los primeros ingenieros chilenos que partieron a estudiar al norte. Pero el significado de este colegio no era sólo ser norteamericano, sino ser católico en un país católico. Esa era una experiencia distinta a lo que había sido la educación francesa de la elite masculina y femenina del siglo XIX que entonces predominaba.
La diferencia reside en que el catolicismo en Estados Unidos era y es una religión de minoría. Era, una religión de inmigrantes, de irlandeses, que eran mirados con desprecio, especialmente en Massachusetts, por profesar una religión que parecía muy extraña. Los católicos crecieron y ascendieron socialmente junto con el gigantesco desarrollo del país. El hecho de ser una religión de minoría le ha dado históricamente algunas características que para nosotros, y en general para países ancestralmente católicos, son originales. Es un catolicismo muy riguroso, más arraigado en el compromiso individual y personal que en la convención social. Aprecian y respetan el pluralismo religioso, admiran las libertades, el igualitarismo y el emprendimiento que ellos mismos representan. El individualismo y el compromiso comunitario parecen las caras de una misma medalla. Ser católico es una clara opción y por ello una gran responsabilidad. El catolicismo de los países histórica y mayoritariamente católicos − si se me permite una afirmación tan gruesa− se respira en la cultura más que en el compromiso individual, por lo cual tiende a ser más jerárquicos, más proclive a la convención, más temeroso del pluralismo y las libertades. La importancia del catolicismo norteamericano en America Latina, y especialmente en Chile, es una historia por hacer. Una reciente investigación que no puedo citar porque no ha sido publicaba, concluía que los principales colegios donde había estudiado la elite chilena actual eran el Saint George’s en hombres y el Villa María en mujeres. Es un dato que, sin embargo, me parece menos relevante que el sentido general que el Villa María ha tenido en la formación de ese segmento.
Fue el encuentro de estas dos tradiciones culturales de una misma religión la que selló una identidad tan fuerte y sostenida. La originalidad del Villa María ha sido cultivar el rigor desde la libertad más que desde la autoridad o la jerarquía; estimular la individualidad más desde el optimismo que desde el temor. Había allí un estilo emprendedor, donde daban ganas de ganar más para cambiar que para mantener.
La elite chilena está viviendo una transformación muy profunda, y la elite católica muy especialmente. Hay una tendencia a la segregación que se respira en la ciudad. Cada institución que pretende una misión tiene su propia identidad y es justo que así sea, pero las sociedades no son la suma de esas identidades, sino la relación entre ellas. Dentro de la formación de la elite católica, el Villa María − que me parece, en relación con mundo laico, tan emblemático como el Liceo 1 – ha tenido la virtud de ser universalmente católico, más transversal socialmente de lo que se suele creer y, dentro de un marco conservador, ha tenido una vocación moderna que lo ha hecho más abierto a la sociedad. El Villa María ha sido una riqueza para el tejido de madejas fragmentadas.
Este no es un problema de viejas, señoras, jóvenes y niñitas “cuicas”. En nuestro país, donde las tradiciones vivas son pocas, ésta es una tradición que nos interroga sobre la relación entre mujeres muy privilegiadas y la sociedad de la que forman parte.
El retiro de las religiosas del Inmaculate Heart of Mary, una congregación que siendo educacional no ha sido misionera y cuya presencia en Perú y Chile fue más bien accidental, plantea el rol de los laicos en la Iglesia. Propone el desafío de mantener una identidad que, a mi juicio, se funda en su doble carácter de católico y norteamericano. Es posible que se encuentren fórmulas imaginativas para que aquello no se pierda en esta nueva etapa.
Una de las tradiciones más arraigadas en el colegio ha sido cantar “Welcome” a todas las visitas. Cuando eran importantes se reunía todo el colegio en el patio − recuerdo el entusiasmo y la inocencia con que se lo cantamos a Robert Kennedy poco antes de que lo asesinaran − o a una nueva compañera que llegaba al curso. No hay dos alumnas del VMA que se junten sin que a los dos minutos lo estén cantando. Termina diciendo: “You’ ll always find a welcome if you come to VMA”.
Es el caso de volver a cantarlo y releer su historia para el futuro.